giovedì, luglio 28, 2011

La muerte es lo único seguro que tenemos en la vida y como en sueños recuerdo mi infancia marcada por su presencia. Primero fue la muerte de una tía. Fuimos al pueblo de mi mamá a los funerales.
Las zonas rurales de Guerrero son fascinantes. Un frondoso árbol de tamarindo rodeado de una jardinera de cemento marcaba el centro de un poblado semiárido.
No sé cuantas casas había, pero adivino que no eran muchas. Eso sí, casi todas elaboradas con piedras, adobe, madera y láminas; el centro de cada una de ellas era, sin duda la cocina cuyo fogón de piedra se elevaba como un gran monumento al hogar.
El calor era intenso, pero más aún la tierra que se impregnaba en cada rincón. Fue ahí donde aprendí que el agua es un lujo del cual no todos pueden disfrutar.
El poco líquido que se obtenía era destinado al consumo, al de los animales y a los trastos.
Enmedio de los rezos nocturnos recuerdo haberme quedado dormida sobre un gran petate. Fue en él donde desperté esa mañana y desde donde vi con mis ojos niños aquel féretro de madera fuertemente custodiado por cirios de gran tamaño.
No, no había miedo, había ganas. Ganas de jugar, de correr por la cocina y llegar al patio; de salir hacia el tamarindo y juntar las decenas de corcholatas y colillas de cigarro las cuales almacenaba como si fuesen un tesoro.
Y también había hambre, hambre del café de olla y del pan dulce que llegaba hasta nosotros en un sombrerote de paja.
"El pueblo" ¿qué será del pueblo? Tantos años ya de distancia. A tantos años y a tantas muertes de distancia.

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